Maratón poético

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En la Librería Lectorum, el 20 de abril, más de veinte poetas hispanos y nueve nacionalidades estuvieron presentes en el maratón poético amén del público de la sala que se extendía entre las estanterías. Desde las últimas filas los que no consiguieron sentarse se estiraban lo que podían para ver a los poetas. Había altos y pobres, ricos y bajos, guapas y feos y una horquilla de edades estimada entre el adolescente barbilampiño y el dos veces adulto. “Para que luego digan -señaló Alfredo Villanueva- que no hay interés por la poesía.”

El maratón llevaba por título “El poeta en la ciudad de Nueva York.” Siguiendo un orden medio alfabético, medio improvisado -como casi siempre- los convocados fueron leyendo sus poemas a la llamada del anfitrión. Empezó Julio Alvarado, de la República Dominicana, luciendo un sombrero marrón de fieltro y ala ancha, leyendo un poema de su libro Fiesta Rota; la segunda fue Sheila Candelario, de Puerto Rico, que confesó que Nueva York le olía a mar, en lo que vinieron a coincidir varios de sus compatriotas “como si los puertorriqueños -dijo Alfredo- tuviéramos el mar metido en la cabeza;” tras ella, el venezolano, Jesús Bottaro, nos situó en Central Park en donde por lo visto los árboles tienen la bella costumbre de amar a las rocas; le siguió la genial mexicana, Cármen Boullosa, que escogió un breve poema sobre la bebida de su libro de título homónimo y nos dejó con ganas de tomarnos al menos otra; después de Boullosa vino Petronio Cevallos de Ecuador, quien leyó parte del “Octavo jugo” de su libro, Eyaculaciones; y después, el español irreverente, Dionisio Cañas, que se retrotrayó en el tiempo para leer un poema del libro, Apocalipsis, de la época en la que el SIDA empezó a causar estragos en Manhattan allá por el año 1987, con un título para ser enmarcado: “El fin de las razas felices.” Después, el ecuatoriano, Freddy Gómez Cajaspe, leyó el poema, “Metrofunk,” en el que recoge tantas idas, tantas venidas del subway, que es la carroza de los peones. La cubana, Maya Islas, reflexionó sobre la naturaleza de la ciudad misma, con unos versos húmedos y suaves: “…nadie entiende la ciudad –dijo la poeta- porque la ciudad es agua y como tal se bebe.”

Le siguió Madeline Millán de Puerto Rico, que dio paso a las lecciones de baile y nos leyó un poema de su libro, Tango de la viuda, y tras la danza subió a recitar el primer colombiano del Sindicato de los Astronautas, Nicolás Linares, con quien se cerró la primera mitad de la noche.

Nos dimos unos segundos para tomar aliento, que para algo en un maratón poético no hay kilómetros sino versos y al menos aquella noche el soldado ateniense no tenía que anunciar a los suyos la caída de los persas en Marathon y, desde luego, no era cuestión de que ningún mensajero llegara a la polis y cayera muerto de fatiga por mucho que hubiéramos triunfado. Aún así el Filípides puertorriqueño, Alfredo Villanueva, tuvo por bien hacer hincapié en lo que debe repetirse una y tres veces: que estábamos escuchando poesía en español dentro del Imperio. Cada uno saque sus conclusiones.


Abrió los últimos veinte kilómetros Antolín, de España, y tras él la puertorriqueña, Myrna Nieves, que confesó haber aprendido lo que significa la solidaridad en Nueva York. Dedicó su poema al “Viequetón”, nombre con el que se conoce a un grupo de artistas radicados en la ciudad que en mayo de 2002 viajaron a Puerto Rico para manifestarse pacíficamente a favor de la salida de la Marina de Estados Unidos de la Isla de Vieques.


Siguió el segundo astronauta colombiano, Ricardo Peña, que llegó volando con una botella de champán bajo el brazo e invitó al público al emblemático Nuyorican Poets Cafe que acogerá el próximo 13 de mayo una nueva sesión de poesía: “Poetas en todas las lenguas.” Después del “Sindicato de astronautas” -ganando ritmo- el joven peruano, Nicolás Santana, recitó un poema caliente de hacía tan solo un par de horas, “por el placer de improvisar,” dijo el poeta; y tras él, otra puertorriqueña, Cármen Valle, leyó “Mapa para una amistad” del Libro de los mapas; y tras ella, Nelson Nuñez, de Santo Domingo; y de seguido, Etnairis Rivera que vino de Puerto Rico para la ocasión y quiso dedicar su intervención a Pedro Pietri con la lectura de “La copa agria del absurdo” del libro, Memorias de un poema y su manzana.


Llegó un peso pesado: Eduardo Mitre, boliviano y conquistador de tropos internacional. Mitre leyó, “Por la avenida Madison,” del libro Paraguas de Manhattan. Después cambiamos de tercio y le tocó turno al debutante Carlos Fabara, ecuatoriano entusiasta que además retransmitió la joranada por Internet a través de radioecuatoriana.com, pinchen y vean.


En la recta final, entró la argentina Lila Zemborain. Leyó, “17 de septiembre,” un elegante fragmento del libro, Rasgado, en el que Lila tuvo el coraje de recoger a modo de diario poético los días después del once de septiembre. Casi a la entrada de Atenas, el colombiano Felipe Martínez Pinzón, se preguntó en el poema de su primer libro, Sólo queda gritar, “¿Qué pasaría si desocupáramos la ciudad?,” jugando con la posibilidad de que la lleváramos siempre en nuestras cabezas.


Al final, como no podía ser de otra manera, el último Filípides de la noche, o también conocido como Alfredo Villanueva Collado, cerró la jornada con dos poemas de la “Galería de Nueva York” en los que “chachareaban las petunias con los geranios vecinos” y era capáz de bajar la Octava Avenida como quien baja una calle irreal. Así transitaron los poetas por los lugares neoyorquinos y se fueron desvelando los entresijos de una ciudad en la que tanto pasa, en la que tanto ha pasado y en la que pasarán también todas estas carreras y muchas más en el español que seguimos cultivando los hispanos.